Tuve un sueño, ¿sabías? Soñé que el mundo se estaba acabando y que todos huían. No sé hacia dónde, pero huían. Padres, hijos, hermanos, todos juntos. Gritaban, lloraban, se ayudaban los unos a los otros, mientras el suelo rugía. Rugía y temblaba. Sólo yo no podía huir. Estaba en esta cama, sintiendo el mundo acabarse afuera, pero sin tener quien me ayudara a levantar. Sin embargo, estaba la luz encendida, como noche tras noche... ¿Te das cuenta de lo que eso significa?

miércoles, 8 de septiembre de 2021

¿Mejor me callo?

 (Publicado en Facebook el 21 de julio de 2021)

Hoy tengo ganas de hablar, de expresarme. Pero soy un tipo más bien ermitaño, por lo que no tengo con quién. Así que acudo a las redes sociales. ¡Bendito Facebook que aguanta todo lo que le pongas! Y se me ocurre reproducir una frase del gran Félix Varela, una frase que acabo de descubrir en un libro que, por mi oficio, he tenido la obligación de leer: Tradición Antimperialista de nuestra historia, de Emilio Roig Leuchsenring. Así que escribo: “Ningún gobierno tiene derechos. Los tiene, sí, el pueblo, para variarlo cuando él se convierta en medio de ruina en vez de serlo de prosperidad”.

Menos de dos horas después me mandan a buscar desde la oficina de mi jefa. Ignoro para qué será, así que me sorprendo cuando ella me “aconseja”, y remarca: “como amiga”, que “deje de echarle leña al fuego”. ¿Acaso no he visto que las redes sociales están que arde?

Quiero discutir con ella, polemizar, pero, sobre todo, recordarle que mi cuenta de Facebook es mía y que allí publico lo que me venga en ganas, siempre y cuando, claro, no viole la política del sitio. ¿Acaso yo le “aconsejo” que no publique sus videítos de manualidades donde aparecen materiales que hoy resultan imposibles de conseguir en Cuba? Pero, ¿se podrá dialogar seriamente (sin llegar a los insultos, quiero decir) con alguien que ve peligro en una frase ―descontextualizada, eso sí― de uno de los grandes pensadores de nuestra nación?

Lo gracioso es que no es la primera vez que me halan las orejas por expresarme. Unos meses antes se me ocurrió tirarle una foto a la fachada de mi empresa, específicamente al nombre de la entidad, cuya mitad de las letras se han venido abajo sin que nadie haga nada para repararlo. Recordando aquella frase de José Martí de que el humor tiene que ser un látigo con cascabeles en la punta, publico la foto en Facebook y escribo un texto más o menos así: “Qué difícil es pronunciar MPRES RICO NGLS”.

Durante una semana la dirección de la empresa no durmió, “analizando” la publicación que ―según ellos― atacaba a la entidad. Me llamaron, por fin, a la dirección y me sentí enjuiciado. Estaban presentes el director, el administrador y la representante del Partido, los mismos que en la última reunión del Departamento pidieron que todos fuéramos más activos en las redes sociales, para “defender a la Revolución de los constantes ciberataques provenientes del exterior”. Y mientras los escuchaba, me preguntaba: ¿Y quién defiende a la Revolución de los ineptos, de los burócratas, de los corruptos, de quienes abusan del poder? ¿Quién la defiende de la doble moral, de los globos inflados, de la mala planificación, de la toma de decisión errada y no consensuada? ¿Quién contra el secretismo, el falso triunfalismo, el analfabetismo legislativo, el sociolismo, la militarización, el nepotismo, el eufemismo, la indolencia, el autoritarismo y, por supuesto, de los censores? ¿Quién contra la represión?

Intenté defenderme lo mejor que pude, alegando que era una vergüenza que la empresa no se molestara ni siquiera en arreglar su propia fachada. Pero no se trataba sólo de la fachada. ¿Por qué nadie arreglaba desde hacía casi un año el aire acondicionado del departamento? Departamento, dicho sea de paso, donde radican doce trabajadores y que no tiene ventanas, ¡en medio de una pandemia mundial, que en Cuba está dejando muertos a diestra y siniestra, según la versión oficial “por la indisciplina de la población”! ¿Por qué nadie arreglaba el salidero de agua del lavamanos del baño de los hombres? ¿Hasta cuándo íbamos a seguir trabajando sin bebedero? Terminaron por “darme la razón”, pero una vez más me aconsejaron “por mi bien”: la próxima vez que tengas una queja, antes de publicarla en Facebook, por favor, dirígete a tus superiores y plantéala directamente. ¿Acaso no sabía que así le estaba haciendo el juego al enemigo?

Tragué en seco con ganas de ripostar: ¿Acaso ellos no sabían que verbalizar lo mal hecho, criticar, no empeora las cosas; que lo que más daño hace es no mover un dedo para tratar de solucionar los problemas?

Lo que más me dolió, casi hasta traumatizarme, fue cuando me dijeron que (¡oh, divina casualidad de la vida!) precisamente para esa semana ya tenían planificado traer una grúa para remover las letras rotas y arreglar, al fin, el letrero. Pero ahora habían decidido “aplazarlo” para que la gente no pensara que lo arreglaban como resultado de mi publicación. (Dos años después, el letrero continúa vergonzosamente arruinado).

Salí de allí con un gusto amargo en la boca. Estos censores son los mismos que en las reuniones promueven el diálogo entre los obreros. No sólo eso, se dicen defensores de la cultura del diálogo. Como si el diálogo fuese posible sólo transversalmente y nunca de abajo hacia arriba. (Ya sabemos que de arriba hacia abajo se le denomina “monólogo”).

La pregunta que siempre me hago puede sonar un poco ingenua, aunque quizás no lo sea tanto: ¿A qué le temen tanto los censores: a la crítica en sí o al hecho de que la crítica suele señalar como un dedo acusador a la incapacidad de estos ineptos para solucionar los problemas?

Lo preocupante es que la inmensa mayoría de los cubanos, sobre todo aquellos nacidos después del 59, hemos sufrido la censura, incluso, desde nuestra propia casa. ¿Cuántas veces algún que otro familiar, “por nuestro bien”, nos ha dicho que es mejor que no digamos nada, que ante semejante injusticia es mejor callar? Incluso, nos aseguran casi con resignación que, en definitiva, no vamos a resolver nada.

No creo que a estas alturas del juego alguien se pregunte si es cierto o no que en Cuba no hay libertad de expresión. Recordemos (los cubanos hemos demostrado tener muy mala memoria, sobre todo cuando nos conviene) que en marzo de 1990 (31 años después del triunfo revolucionario, es decir, con sólo una generación por medio) el Comité Central, en un documento titulado Llamamiento, invitó a la población a “dejar atrás los dogmas” y formular recomendaciones en una atmósfera de “diversidad de opiniones” con vistas al IV Congreso del Partido Comunista. Ya en aquel entonces se prometió que nadie sería castigado por manifestar su opinión con entera libertad, siempre y cuando permanecieran intocables los únicos temas no negociables: el liderazgo de Fidel y el sistema unipartidista de Cuba.

¿Por qué prometer inmunidad si no hay censura? ¿No es un sinsentido?

Durante los próximos doce meses se recogió más de un millón de sugerencias, hasta que en abril de 1991 se suspendieron las asambleas abruptamente. La oficialidad dijo que el Partido ya había recogido suficientes opiniones, pero lo cierto es que los reclamos se habían tornado cada vez más enérgicos, amparados, precisamente, por esa prometida impunidad. El debate se tornó tan candente que llegó a reclamarse desde la elección directa de los diputados de la Asamblea Nacional hasta la designación de Fidel como ministro de Relaciones Exteriores para elegir a otra persona como gobernante del país. El cubano de a pie sentía que era hora de permitir que una nueva generación de líderes se hiciera cargo del poder.

Algunos años más tarde, con Raúl a cargo, se hizo otro llamamiento a la libre expresión, con vistas a conformar el documento que luego se llamaría Lineamientos de la Política Económica y Social del Partido y la Revolución. En esta ocasión se volvió a prometer que no se tomarían represalias contra aquellos que tuvieran puntos de vista totalmente opuestos a los del régimen. Las asambleas se llevaron a cabo en medio de un clima de tensión, pues se daba por sentado que los informantes de la Seguridad del Estado asistían a ellas, camuflados entre la población civil. Y con posterioridad, algo semejante ocurrió cuando se inició el Anteproyecto de Constitución, cuando millares de personas se mostraron cautelosas a la hora de sugerir cosas tan elementales como que el presidente de la nación no debía permanecer en el cargo indefinidamente.        

Puedo pasarme un día entero hablando de todas las veces en que, de una u otra forma, he sido censurado. Por decir cualquier cosa, hasta por repetir una frase de Fidel que contradice un hecho que sucedió después. Como, por ejemplo: “Llegará el momento en que tendremos tanta leche que no vamos a saber qué hacer con ella”. Y estos ejemplos son sólo los más “suaves”. Hay otros que es mejor dejar en el tintero, por el bien común. Sería imposible narrarlos sin citar nombres, fechas y lugares. Así que, por ahora, me someto a la autocensura.

Hoy, cuando salgo de la oficina de mi jefa, recuerdo la recién estrenada Constitución y su artículo 54, que asegura que “El Estado reconoce, respeta y garantiza a las personas la libertad de pensamiento, conciencia y expresión”. Me pregunto si mi jefa se habrá leído la Constitución. Pero supongamos que no, que la pobre, por la enorme cantidad de trabajo que tiene, no ha tenido tiempo para hacerlo. El mismo artículo continúa diciendo: “La objeción de conciencia no puede invocarse con el propósito de evadir el cumplimiento de la ley o impedir a otro su cumplimiento o el ejercicio de sus derechos”.

Mejor me callo...

Cuando me dicen en mi propia cara que en Cuba no hay censura y que uno puede expresarse libremente, no puedo dejar de sonreír. Una sonrisa triste, eso sí. Y hoy, cuando acabo de recibir un regaño por publicar en internet una frase de Félix Varela, no puedo dejar de preguntarme qué me hubiera pasado si en vez de ésa hubiese publicado la frase de José Martí que aún traigo manuscrita en un pequeño trozo de papel doblado en el bolsillo, y que dice: “Cada vez que se priva a un hombre de su derecho de pensar, siento que me están matando a un hijo”.    

 

M.R.L. (20/6/2021, 2:00 a.m.)