Tuve un sueño, ¿sabías? Soñé que el mundo se estaba acabando y que todos huían. No sé hacia dónde, pero huían. Padres, hijos, hermanos, todos juntos. Gritaban, lloraban, se ayudaban los unos a los otros, mientras el suelo rugía. Rugía y temblaba. Sólo yo no podía huir. Estaba en esta cama, sintiendo el mundo acabarse afuera, pero sin tener quien me ayudara a levantar. Sin embargo, estaba la luz encendida, como noche tras noche... ¿Te das cuenta de lo que eso significa?

jueves, 1 de abril de 2010

Una saga de lujo

Por MAYKEL REYES LEYVA


Mientras esperaba la siguiente deposición anticipada por el escarceo de sus tripas, Benito se entretuvo en descifrar las inscripciones que atosigaban las paredes: graffitis de lápiz o bolígrafo y esculpidos a punta de perforador. Allí estaban tallados, manuscritos, pegados con engrudo, el anfibológico mensaje (Leo satisface, teléf. 50-7141. Da timbre.), las clásicas cuartetas (En este lugar sagrado/ donde acude tanta gente...), la esquela negociadora (Permuto habitación en Habana Vieja por apartamento en Nuevo Vedado. Oigo proposiciones. Preguntar por Bebo en Jesús María), la publicidad libidinosa (Yordanys, en 23 y L, superdotado, precios módicos), el desmentido (Mentiroso, ya yo estuve ahí)...Hastiado de la exhibicionista reiteración de la impudicia, (frase que le escuchara a un detractor del realismo sucio), se dedicó a leer la página que conservaba todavía del tabloide semanal.

Pocas veces en la historia de la literatura cubana se ha cocinado un cuento tan exquisito al paladar como Saga de un hombre sentado, del escritor, periodista y filólogo Alberto Ajón León (Jobabo, Las Tunas, 1948). Apareció publicado por primera vez en la antología Conversación con el búfalo blanco (Editorial Letras Cubanas, 2005), de Rogelio Riverón (1964), junto a una entrevista realizada al autor. Ahora reaparece encabezando un libro: Saga de un hombre sentado y otros cuentos, volumen digno de ser leído en más de una ocasión, no sólo por el criollísimo humor que contiene, sino también por el perfecto uso de la palabra.

La tradición humorística en la narrativa es cosa vieja, afianzada, y ahí tenemos varios ejemplos dignos de mencionar: los fallecidos H. Zumbado y Juan Ángel Cardi, poseedores del don de hacer reír con una facilidad increíble si tenemos en cuenta lo difícil que se torna en la literatura, sin olvidar al maestro Samuel Feijóo (1914-1992) con su sentido del humor campesino, sano, casi ingenuo; Francisco Chofre (Valencia, 1924), que aunque no es cubano de nacimiento fue capaz de escribir un clásico de la parodia como lo es La Odilea; y un poco más acá en el tiempo a F. Mond (1949), creador en Cuba de una literatura única, enmarcada en un género ─también único─ que algunos han llamado “ciencia-ricción”. Y estos son sólo cinco ejemplos.

Si alguna vez la hilaridad provocada por personajes tan reconocidos por nosotros como Wampampiro Timbereta y Juan Quinquín (de Feijóo), o el extraterrestre monsiur Larx (de F. Mond), nos ha provocado la risa o una media sonrisa al menos, no podremos evitar una sonora carcajada con el Benito Cagaleta del chino Ajón. Ya se sabe, el fuerte del humor cubano no recae ni en la ironía ni en la parodia, dos aristas muy explotadas en otras partes del mundo, sino en la burla hacia el prójimo (en ocasiones sana, en ocasiones cruel) y que solemos llamar en Cuba choteo, chucho, cuero. Sólo eso explica que le encontremos la gracia a la desgracia sufrida por el infeliz Benito desde el momento en que se queda atorado en el inodoro de un baño público. Sin embargo, Alberto Ajón ha confesado que no busca en sus relatos la comicidad en sí, aunque tampoco niega lo risible que pueda tener algún que otro suceso aun en medio de las más trágicas situaciones. 

Pero ¿qué hace de este cuento algo tan especial? Sin dudas, el lenguaje. No es ─a pesar del tema─ un lenguaje escatológico al estilo, digamos, del norteamericano Charles Bukowski (1920-1994) o del también cubano Pedro Juan Gutiérrez (Matanzas, 1950). Es un lenguaje fino, fluido, rebuscado, que lejos de aburrir acentúa el tono burlesco de la historia. 

Pudiera decirse que Alberto Ajón es un perfeccionista de la lengua (no en vano considera a Hamlet, de Shakespeare, el mejor texto literario). Su obra se caracteriza, esencialmente, por su tremenda dimensión estética, difícil de encontrar en otros autores de la Isla. Él mismo se reconoce heredero de una tradición legada a través de la Celestina, Lázaro de Tormes, don Quijote y Sancho, Los sueños de Quevedo..., obras que no sólo buscaban divertir, entretener y trascender, sino también recrear. Y este es, quizás, otro elemento fundamental de su narrativa. No encontramos en ella la realidad real, en estado puro, al estilo del mejor realismo concebido jamás, sino una recreación que le sobrepasa, la mejora, y que convierte a su autor en algo parecido a un cronista, testimoniante de cuantas inquietudes y vivencias colectivas lo asalten. Desdeña lo grosero y fácil para recibir y explorar los recursos que den pie a la inteligencia y la emoción. Y como buen cubano, no puede escapar del humorismo.

Todo lo bueno que se diga sobre Saga… es cierto y fácil de comprobar. Y es que, como dije al inicio, no se da con frecuencia, en términos literarios, una aventura semejante a esta Saga de un hombre sentado, una historia excelente, digna de aparecer en todas las antologías del cuento cubano que, desde ahora, se editen en la Isla o fuera de ella.