Teníamos la dirección anotada en un papelito arrugado. Éramos viejos conocidos
del municipio y sabíamos de memoria todos los recovecos de la localidad. En
menos de media hora nos encontrábamos en González Rubiera y examinábamos los
números de las casas intentando hallar el 69.
Descubrimos que no era
exactamente una casa. Se trataba de un cuartucho de madera con casi diez
personas viviendo dentro. Preguntamos por Reglita, pero un niño sucio y mocoso
dijo que no estaba en ese momento. Lorenzo se negó a dejar recado; prometimos
volver un rato más tarde, así que cruzamos a la acera de enfrente, buscamos un
rincón oscuro y nos quedamos ahí, agazapados, esperando pa’ ver si aparecía.
No esperamos mucho. Vimos a
una muchacha entrar en el cuartucho. Otro niño, menos sucio y menos mocoso, la
llamó por su nombre. Cruzamos la calle. Al preguntar por Reglita, ella misma
salió. Preguntó qué queríamos. Lorenzo dijo que queríamos hablarle de negocios.
Sonriente, indicó que la esperásemos en la esquina, bajo el farol.
Minutos después, apareció.
Traía puesta una enguatada y una sayita transparente. Era tan flaca que pensé
que cualquier vientecillo sería capaz de arrastrarla calle abajo. Nosotros la
estudiamos y llegamos a la conclusión de que tenía tremendo swing y que seguro sería muy buen palo.
Las flacas casi siempre resultaban ser muy buen palo. Parecía tener
veintisiete, veintiocho o veintinueve años. No más. Por sobre la enguatada se
marcaban unos senos pequeñitos, paraditos. Además, se notaba que su culo estaba
levantado y redondo, lo que provocó imagináramos unas cuantas cochinadas. Tenía
los ojos negros, el pelo negro hasta media espalda y no sé por qué pero, cuando
sonrió queriendo seducirnos y dejó al descubierto los dientes manchados de
cigarro, pensé que debía tener unos pulmones negros también.
—¿Cómo dieron conmigo? —preguntó.
—Cachimba nos dio tu dirección
—le respondió el Loren. Le mostró el papelito con la dirección.
Reglita quiso distinguir la
letra bajo la luz amarillenta del farol, pero cerró tanto los ojos intentando
afinar la puntería que dudo haya conseguido leer algo.
—¿Quién es Cachimba?
—El tipo más feo de toda La
Habana —fue lo primero que dije aquella noche.
Decir que Cachimba era feo no
es completamente cierto. La palabra feo no es capaz de describir toda la
fealdad que lo acompañaba.
—¿Uno rubio, sin dientes, más
o menos de este tamaño? —quiso saber ella.
Asentí. En el fondo me
pregunté cuántos tipos feos habría conocido a lo largo de toda su carrera.
—Ya. ¿Les habló del precio?
—Cincuenta pesos. Cada uno —explicó
el Loren.
Reglita no se estaba quieta en el lugar. Se
balanceaba de un lado a otro, como un elefante, y también recuerdo que, de
cuando en cuando, nos miraba de arriba abajo, se saboreaba y sonreía con sus
enormes dientes manchados de nicotina.
—¿Tienen el dinero?
—Oye —dije—. ¿Vas a seguir
interrogándonos o nos vamos a templar de una vez?
Su sonrisa desapareció. Pero
fue sólo unos segundos. Volvió a sonreír con total normalidad.
—Espérenme aquí.
La vimos coger calle abajo,
en contra del aire. Llevaba el paso lento. Regresó a los cinco minutos. Traía
el paso más rápido. Pensé que sería a causa del viento.
—Vengan.
La seguimos. Un par de veces
volteó la cabeza pa’ mirarnos. Mientras caminaba, se meneaba putísimamente,
haciéndonos pensar que sería un magnífico palo.
Una cuadra más allá, nos
detuvimos frente a una casa de mampostería pintada con lechada. Reglita tocó en
la puerta. Salió un tipo blanco en canas, de unos cincuenta años. Al vernos
sonrió con picardía. Nos invitó a pasar. Me senté en un butacón que tenía la
madera casi podrida. Lorenzo se sentó en un taburete de mejores condiciones.
Estábamos en una suerte de cuarto—cocina—baño—comedor que olía a humedad, a
orine y a vaya usted a saber cuántas cosas más. El tipo, maricón hasta la pared
de enfrente, revoloteaba por la habitación intentando ordenarla un poco. Lo intentó
en serio, pero no consiguió nada. Luego, se volteó hacia Reglita y preguntó:
—Chiquita, ¿a qué hora
regreso?
—Dame una hora o una hora y
media, más o menos —le respondió la muchacha.
El maricón se paró en la
puerta. Antes de salir, se despidió:
—Bye—bye.
Reglita dio dos o tres
vueltas haciendo como que buscaba algo. Entonces se detuvo frente a nosotros.
—Bueno, ¿cuál va a ser el
primero?
El Loren levantó la mano,
como cuando estudiábamos en la primaria y se esforzaba por ser un niño
aplicado.
—Yo esperaré afuera —dije.
Salí. Me paré en la acera de
enfrente. Sentí deseos de fumar. Registré los
bolsillos del pantalón hasta que recordé que no fumaba, que nunca lo
había hecho y que sería poco probable que encontrase ni siquiera una colilla en
ellos. El reloj marcaba las ocho y cuarto. De una casa cercana me llegaban las
voces de los locutores del noticiero de televisión. Mientras esperaba mi turno
pa’ templarme a una puta, un grupo de agricultores sobrecumplía la recogida de
papas en Batabanó. Estuve parado ahí cosa de cinco minutos. Sobre las y veinte
decidí ir a sentarme al parque que quedaba a unas cuadras más abajo, por lo
menos hasta las nueve en punto. Eché a caminar. Sólo unos pasos. Me detuve
cuando escuché un chiflido conocido.
Lorenzo salió de la casa. Yo
me quedé estupefacto. ¡¡Cinco minutos!! Si no era un récord, sin dudas era un
buen average. Se me acercó con la cara alargada. Me hizo la señal de la cruz.
—Toda tuya —dijo.
Miré hacia la puerta de la
casa. Reglita estaba asomada a ella y me hacía señas de que fuera.
—¿Qué pasó? —le pregunté entre
dientes a Lorenzo.
—Que lo disfrutes —dijo.
Se quedó parado en la acera y
yo crucé. Entré en la casa. Reglita estaba vestida y arreglada, como si no se
hubiese quitado la ropa. La cama estaba sin destender, como si tampoco hubiese
sido usada. Aquello me dio mala espina, pero ya estaba ahí y no podía escapar.
Reglita me tomó de un brazo.
Con delicadeza me sentó en el borde de la cama. Me besó. Tenía un fuerte olor y
sabor a cigarro.
—Oye —dije—. ¿El sabor a
cigarro viene incluido en el precio?
—¿Te molesta?
—¿Qué crees?
Se levantó. Se cepilló los
dientes. De dónde sacó el cepillo dental, no lo sé. Cuando regresó y me besó,
seguía oliendo a cigarro, pero el sabor era menos fuerte. Me metió la lengua en
la boca. Sentí el comienzo de una erección.
—Voy a hacerte gozar —le
aseguré.
—Eso está muy bien, precioso.
Pero antes, págame.
La erección desapareció.
¿Cómo se le ocurría hablar de dinero en momentos como ése? Saqué la billetera y
le di los cien pesos acordados. Ella sonrió, pero la luz amarillenta de la
habitación era tan pobre que no noté la mancha de sus dientes, lo cual estaba
muy bien. Guardó el dinero. Volvió a meter su lengua en mi boca. Era una lengua
juguetona, caliente, que sabía lo que hacía. Le agarré una teta. Otra vez, la
erección.
—¿Por qué hacen esto? —preguntó.
—¿Qué cosa?
—Esto de venir y pagar por algo
que pudieran tener gratis. Ninguno de los dos es feo.
—Queremos saber.
—¿Saber qué?
—Lo que se siente. Ya sabes,
pagarle a una puta pa’ acostarse con ella.
—No me gusta como dices puta.
—No conozco otra forma de
decir puta.
—¿Qué edad tienen?
—Dieciocho.
—Son dos niños.
—Somos unos templones.
—Sí, claro.
—Por cierto —dije—. ¿Cómo se
comportó mi amigo?
—Prefiero no hablar de eso.
¿Quieres que me desnude ya?
Asentí. Se levantó. Yo me
amasé el miembro pa’ endurecerlo más. Con lentitud, libidinosamente, ella se
quitó la ropa. Lucía muy bien en blúmer y ajustadores. Fue justo cuando se
quitó los ajustadores que comencé a desear estar lejos de ahí. Sus tetas
parecían dos gargajos que por milagro divino desafiaban la ley de gravedad.
Cuando se quitó el blúmer, quise morirme. Sus nalgas me recordaron la
superficie lunar, y por delante una extraña y larga madeja de vellos me
impactó. La espalda la tenía invadida de granos amarillentos. Los muslos
estaban cubiertos por manchas. ¿De qué?, todavía no he podido descubrirlo.
Adiós erección.
Sólo entonces comprendí por
qué ella había aceptado a Cachimba como cliente.
Sonriendo, me empujó hasta
hacerme caer de espaldas en la cama. Me sacó los pantalones y el calzoncillo de
un tirón.
—¡Qué cosita tan bonita! —exclamó—.
Pero está morida, morida. Vamos a ver qué podemos hacer
por ella.
Se metió mi miembro en la
boca. Lo lamió y relamió, pero nada.
—¿Qué pasa? —preguntó.
—Nada —dije.
Volvió a meterse mi miembro
en la boca. Lo sacaba por instantes y se golpeaba en las mejillas con él.
Volvía a chuparlo con fruición, pero estaba más muerto que mi tatarabuelo.
—Detente —dije, pero no me
escuchó—. Detente —repetí.
Reglita era como los chivos:
cuando comen, no oyen. Seguía esforzándose por hacerme levantar el ánimo, en
vano.
—¡Detente, carajo, te doy diez
pesos si paras ya!
Entonces sí escuchó. Dejó de
chupar. Me levanté de un salto. Me vestí. Tiré los diez pesos sobre el colchón
y me dirigí a la puerta. Ya con el picaporte en la mano y la puerta
entreabierta, miré por sobre el hombro. Reglita me observaba, triste, desde el
otro extremo de la habitación.
—¿Vas a volver algún día? —preguntó.
—Ni muerto —dije, y fue lo
último que hablé aquella noche.